Nueva ciudad, nueva casa, nuevos amigos, nueva vida…
Melisa, tras un terrible incendio que se había llevado todo se muda; sus fotos habían sido devoradas por las llamas, sus recuerdos ahora eran cenizas, y sus padres pensaron que era una buena oportunidad para cambiar de aires, siempre buscando el lado positivo de las cosas.
Melisa tenía quince años cuando se mudó a aquella triste y desolada ciudad, que cambió con la llegada de aquella peculiar familia. Entonces era muy distinta. En tres años la ciudad había cambiado en todos los aspectos; las calles eran frías y negras, con caminos pedregosos y luces monótonas que apenas iluminaban el camino, los edificios de diferentes tamaños y aspectos pero a la vez todos iguales, todos blancos o grises, alguna que otra casa mezclaba el negro debido a un incendio leve ocurrido en el pasado. Lo único que daba color a aquella ciudad eran los escasos árboles que había por las aceras y en los parques, pero estaban casi secos, con unos tonos marrones daban un toque otoñal permanente.
A Melisa le parecía la ciudad más triste que había visto jamás, pero a su padre le gustó, pensaba que podría traer su arte a aquella apagada ciudad, y tenía razón. Aquella melancólica cuidad se tornó en tapiz de colores con la llegada de Melisa y sus padres.
El padre de Melisa era pintor abstracto, por lo que al llegar a su nueva casa lo primero que hizo fue pintar la fachada de su casa con extravagantes colores y figuras que nadie cabía a entender.
Pronto sus vecinos copiaron la idea, y le pidieron al artista abstracto que pintara las fachadas de sus casas y edificios.
Así poco a poco las antiguas calles monótonas y pedregosas se transformaron en calles con color, cada una diferente a la otra y con farolas que irradiaban luz para dejar ver lo hermosos dibujos que nadie comprendían pero que a todos les gustaban en mitad de la noche, los edificios ahora eran todos diferentes con colores armoniosos y figuras impactantes, hasta los arboles desprendían arte, fueron pintados con diferentes tonos de verdes formando lo que parecían cuadros abstractos.
En tres años todo había cambiado, el color gris o el negro ya no tenían lugar en aquella ciudad llena de color. Pero aun quedaba un edificio que no estaba terminado, era el más grande y el más triste de todos los edificios, situado justo en el corazón de la ciudad, se elevaba majestuosamente con unos colores oscuros y melancólicos, con las paredes gastadas y fracturadas por el tiempo. El padre de Melisa llevaba meses trabajando en aquella estructura y, como consecuencia, Melisa no lo podía ver a menudo, pero como estaba estudiando para los exámenes finales no le prestó mucha importancia, solo quería verlo en sus dieciocho cumpleaños que sería dentro de una semana.
Estaba muy nerviosa y solo quería un coche como regalo, más bien lo deseaba.
Al llegar el esperado día su padre pidió que le acompañara para poder darle su regalo; ella emocionada le siguió. Mientras iban en el coche del padre una sonrisa se le dibujaba en el rostro, estaba segura de que iban al taller o a la tienda a por su coche, pero se detuvieron en frente del majestuoso edificio ya terminado de pintar.
El padre miro a la joven y le dio un regalo, al abrirlo era un cuadro, con la misma pintura que había sobre la fachada del edificio; su regalo era el dibujo del edificio, para ella aquella imagen era incomprensible, nunca había entendido el arte abstracto y solo veía un montón de colores que se mezclaban unos con otros.
No entendía por qué le había regalado eso su padre, y su decepción fue tal que no pudo disimularla y se marchó, aun le quedaban algunos exámenes por lo que decidió quedarse en casa de una amiga para estudiar mejor, y para ver si así se le pasaba la decepción.
Al pasar la primera semana recibió llamadas de su padre, pero las ignoró; luego de su madre, por lo que decidió apagar el móvil y seguir con los estudios.
Pero cuando llegó a casa se lamentó de haberlo hecho.
Al regresar encontró a su madre llorando en el salón, buscó a su padre, pero no lo encontró; su madre le explicó que desde hacía mucho su padre estaba muy enfermo, tenía cáncer.
No quería decírselo a Melisa para no preocuparla, pues era innecesario al no tener cura y solo lograrían distraerla de sus estudios.
El padre había muerto hacía cuatro días. Entonces una gran tristeza envolvió a Melisa; su último recuerdo de su padre era un enfado por una estupidez.
No tenía muchas fotografías de su padre, pues se habían perdido en el incendio, y al llegar a la nueva casa no habían tenido tiempo de hacer muchas fotos, pero las que tenía las guardaba con cariño.
Al poco tiempo llegó una buena noticia, había sido admitida en la facultad que ella quería, solo había un inconveniente; estaba al lado del edificio en el cual se hallaba el regalo de su padre.
Cada vez que lo veía sentía que la nostalgia recorría su cuerpo y se apoderaba de su corazón, y un odio hacia ella misma.
Día a día pasaba por delante del edificio y no podía evitar soltar una lágrima; pero un día vio a un joven observando detenidamente la pintura de la fachada; se acercó a él y comenzaron a hablar del dibujo.
El joven estudiaba la carrera de arte y quería exponer un trabajo sobre las figuras que aparecían la pintura, ya que le transmitía algo, aunque no sabía muy bien que era.
Cuando Melisa le contó quien era ella la felicidad le iluminó la cara al joven, pero en poco tiempo se torno en tristeza al oír la historia.
Melisa decidió ayudar al joven con su trabajo, así, tal vez, lograría entender el arte abstracto, pero fue una tarea difícil, el dibujo era muy difícil de entender, parecía no seguir ninguna lógica.
Pero un día el joven tuvo una clase sobre los collages y lo vio claro, el extraño dibujo no era otra cosa sino un collage, por eso no entendía nada de las figuras.
Salió corriendo de la clase y buscó a Melisa. Hicieron una fotografía al dibujo y la imprimieron lo más grande que pudieron, luego lo recortaron y, como si fuera un puzle, comenzaron a unir los trozos.
A medida que más piezas unían, más clara se hacían las imágenes, y cuando terminaron, Melisa; no podía creer lo que veía.
Toda su vida estaba en aquel dibujo, las fotografías perdidas en el incendio, ahora, estaban delante de ella.
La primera era su padre con una enorme sonrisa y un bebé en brazos, otra era ella en una bicicleta y su padre enseñándole a montar… así en todas las imágenes aparecia ella con su padre en momentos felices de sus vidas.
Hasta la última, en la que aparecía el padre y ella delante del majestuoso edificio con la fachada pintada, sin duda era su dieciocho cumpleaños.
No pudo evitarlo y rompió en llanto.
Pero abajo del dibujo podía leerse una frase que decía: MIRAR ES APRENDER A VER LO QUE A SIMPLE VISTA SE HAYA OCULTO.
Entonces reparó en que había pasado por allí tantas veces que había visto el cuadro miles de veces, pero nunca se había detenido a mirarlo.